- Estamos ante una investigación histórica y documental que hace ver claramente que el racismo y las varias formas de discriminación, tienen larga data en el país y que han estado muy presentes en editoriales, artículos y comentarios que publicaron los más importantes periódicos bolivianos, durante el largo período estudiado: más de cien años.
Fernando Andrade Ruiz
“El Indio en la Prensa”, con el subtítulo “Representación racial de la prensa boliviana respecto a los levantamientos indígenas- campesinos de 1899 al 2003”, es un libro escrito por el investigador Yuri Tórrez, publicado por Ed. Cuarto Intermedio (Cbba, octubre 2010) y que aparece en un momento especialmente tenso en la dinámica política nacional.
La reciente aprobación de una Ley contra el Racismo y la Discriminación y el rechazo a dos artículos de la misma por parte de medios de difusión pública, ponen en renovada evidencia asuntos ya antiguos, pero constantes en la política boliviana, como son las relaciones entre gobiernos y medios, los contenidos que despliegan estos, ideas y actitudes racistas en el país, concepciones en torno a principios y prácticas democráticas, derechos a la comunicación e información de la ciudadanía, referentes éticos de los medios, en fin, la constatación de que tenemos muchos asuntos complejos e irresueltos.
Estamos ante una investigación histórica y documental que hace ver claramente que el racismo y las varias formas de discriminación, tienen larga data en el país y que han estado muy presentes en editoriales, artículos y comentarios que publicaron los más importantes periódicos bolivianos, durante el largo período estudiado: más de cien años.
No tendríamos por qué dejar de sospechar que esa actitud de la prensa se mantiene hasta ahora, siete años después del cierre de la etapa investigada, y después de haber tenido, entre otros de menor envergadura, los sucesos de Sucre y de Pando del 2008, en los que posiblemente podrían encontrarse características similares a las que se señalan en el libro.
Y esto debe preocupar mucho, porque los medios, la prensa en particular, tienen enorme incidencia social, son actores políticos relevantes y si ellos no coadyuvan al propósito de erradicar grandes males sociales, sin duda debilitarán los esfuerzos conjuntos al respecto.
Se trata de un problema estructural y de fondo, extendido en toda nuestra historia y que no sólo es el resultado de mayores o menores simpatías circunstanciales entre prensa y gobiernos, sino que hay mentalidades ya sólidamente asentadas en la gran prensa nacional privada y que tienen que ver con su propia historia, con la historia nacional y también, claro, con las formas económicas y las dimensiones ideológicas con que se fue insertando en la vida política del país. Veamos algo al respecto.
El poeta colombiano William Ospina nos recuerda que hace cinco siglos se descubrió que el planeta había tenido una cara oculta, en la que habían vivido y desarrollado civilizaciones de cientos de miles de años; donde existían ciudades, y cultura y sabiduría. Una mitad del planeta no había visto jamás a la otra y ninguna se había enterado del progreso y de la cultura que habían alcanzado de manera independiente.
El libro que comentamos permite constatar una vez más que aquello no fue un encuentro igualitario entre dos mitades, sino el inicio de severas diferencias. Al disponer de armamentos más poderosos, una de las partes comenzó a oprimir a la otra, a servirse de ella, a humillarla, a marcar claramente las diferencias y los espacios reservados, consolidando así cánones de superioridad también fundamentados en la creencia de que el color de la piel define jerarquías biológicas, físicas, intelectuales y hasta morales.
Fue el nacimiento del racismo, pero también, paralelamente, el comienzo de la in-comunicación, o de la imposición descarnada de modos comunicativos ajenos a las culturas conquistadas. Para los aborígenes, fue el inicio de la separación entre comunicación y política, o, más bien, del despojo de la relación recíproca entre formas de comunicación y formas políticas para convertir a ambas en tajantes imposiciones, con el propósito de consolidar el poder instituido.
No puede haber poder alguno si no hay supervisión – y, en casos extremos, control y dominio - sobre las formas de comunicación que conectan a unos con otros. El tipo de comunicación forma parte del tipo de poder, le permite su manifestación, su fisonomía, define su personalidad. El poder comunicar es requisito indispensable del poder en sí. Por eso que la comunicación es componente de confrontaciones políticas, de estrategias tendientes a ganar espacios de poder. Esto involucra a la información y a la opinión que son los principales mensajes que circulan en los procesos comunicacionales.
Significa, entonces, que la información y la opinión son elementos esenciales para el ejercicio del poder. No hay régimen político que descuide los sistemas informativos, que son materia prima de las opiniones. El actor que monopolice la información y, en consecuencia, hegemonice los flujos de opinión, es el que tendrá mayores posibilidades de predominio sobre quien no lo haga, mucho más si utiliza tecnologías que no permiten reciprocidades efectivas
Por eso que apropiarse de la capacidad de informar y opinar, obstaculizar o impedir su libre flujo, constituye recurso fundamental para quienes quieren ejercer poderes no democráticos, ya sea desde el gobierno o desde cualquier espacio social.
Si no hubiese habido control sobre la comunicación, no se hubiese podido instalar el modo de dominación que predominó en nuestra historia y gracias al cual, lo indígena dejó de ser cultura y la comunicación pasó a ser utilizada como mera información, como orden, propaganda, discurso unilateral para legitimar separaciones de toda índole, superioridades intelectuales, morales y también raciales.
La comunicación indígena quedó como folklore, mera estética, encerrada en sí misma y prohibida de acercarse a las orillas de los sistemas políticos, culturales y comunicacionales, entronizados como oficiales y legales. Lejos quedó la política de ser asumida como instancia de convivencia, concertación y servicio extendido.
Los indígenas en Bolivia siempre fueron marginados de las formas de comunicación predominantes y en esto radicó la clave de su exclusión y su escaso protagonismo en la definición de leyes en las que no participó, pero que tuvo que acatarlas vía represión.
No dar respaldo legal a las lenguas ancestrales, dejar a los indios sin medios de comunicación propios y encima desprestigiarlos y descalificarlos por motivos de raza en los espacios públicos, constituyen estrategias deliberadas contrarias a cambios sociales de magnitud.
Es lo que hizo la prensa en Bolivia, según se desprende de esta investigación. Por eso que, como bien lo explica el autor, las rebeliones indígenas tuvieron alto nivel de angustia y desesperanza mezclada en violencias eventuales. Ya que no había posibilidades de diálogo, hondas y piedras eran las desesperadas formas de comunicación empleadas, al menos para hacerse visibles. En momentos de crisis, el silencio se hace rebelión.
Las revueltas indígenas eran el traumático parto eventual de la palabra, de la protesta, de la propia impotencia que se hacía fuerza breve, para después retrotraerse en silencios acordes con la inmensidad altiplánica, escenario impasible y sufriente de la mayor parte de las sublevaciones.
Como resultado, los originarios fueron destinados a la base más deleznable de toda una estructura diseñada para inmovilizarlos, condenarlos a la segregación y al abuso.
Política, social, cultural y comunicacionalmente, hemos nacido como sociedad racista, lo que ha quedado históricamente reflejado en la marcada estratificación interna, extendida en las relaciones económicas, en las percepciones ciudadanas, en las simbologías de exclusiones diversas, en definitiva, en la casi resignación ante una ola de dominación racista diseminada y acomodada en la cotidianidad nacional, avalada y legitimada no sólo por instituciones políticas, sino también por aquellas de fuerte incidencia social como son las de educación, de religión y también, claro, las de comunicación y de prensa, como se evidencia en esta obra.
El racismo y la discriminación no son expresiones aisladas; conforman un todo ideológico integrado y compacto al que nunca le ha convenido profundizar verdaderamente en los principios democráticos, sino, en el mejor de los casos, acomodarlos a sus intereses específicos, utilizarlos a su favor y usufructuar de ellos a conveniencia.
En tal perspectiva, se constata en este libro que las élites intelectuales atrincheradas en la prensa señorial buscaron mantener monopolio sobre la comunicación, sabedoras del inmenso recurso de influencia que ello supone. El problema indio era asunto especialmente propicio, quizá el medular, para que, a través de él, se exteriorice toda una fundamentación ideológica de corte racista, esparcida en la economía, en la educación, en el miedo al cambio y en todo el imaginario colectivo de la época.
Mantener excluido al indio, desprestigiarlo, satanizarlo, constituía la estrategia más eficiente para crear contrafuertes mentales en los lectores citadinos y así conseguir que las posibilidades de transformaciones y de cambios puedan morir casi al mismo tiempo de su nacimiento. El sistema legal era totalmente indiferente al respecto y con ello, avalador de la situación dada.
No se trata solamente, entonces, de cuestionamientos circunstanciales a un par de artículos en una ley, sino que hay un ampuloso trasfondo que, consciente o inconscientemente, lleva a rechazar cualquier actitud que conlleve la posibilidad de reducir la hegemonía que se ejercita sobre las formas de comunicación y que se traduce en cuotas de poder político y económico. Lo saben los gobiernos, lo saben las empresas de comunicación y nos les viene mal a ambos si, aparte de la consolidación de sus propias hegemonías comunicacionales, pueden llegar a conforman alianzas entre ellos para que el proyecto hegemónico sea aún más contundente, al igual que el usufructo que de él se pueda hacer.
Desde aquí, se entiende también por qué las reacciones de cualquiera de las partes son amenazadoras y hasta agresivas entre sí, ante el peligro de que estas alianzas se resquebrajen por cualquier motivo o supongan riesgo de aminorar o reducir privilegios. Son pulseadas para no perder poder, en definitiva.
Si flagelos sociales tan dañinos a la relación democrática, como son el racismo y la discriminación, los tenemos muy enraizados en nuestra sociedad, es porque hubo complicidades y corresponsabilidades colectivas, de las que la prensa formó parte activa.
Aunque hay que reconocer el gran aporte que los primeros impresos dieron a las luchas independentistas, ya en época republicana, al fragor de lo que sucedía en el mundo occidental y al influjo de un capitalismo creciente, la prensa boliviana fue parte de proyectos empresariales, lucrativos y políticos generalmente asociados entre sí.
Esto queda claro en la cuidadosa revisión histórica que hizo Yury Tórrez, a partir de la rebelión liderizada por Zárate Willca a fines del siglo XIX, pasando por los levantamientos en Jesús de Machaca, Chayanta, Pucarani, Ayopaya, Culpina, noviembre de 1979, e incluso los levantamientos indígenas del presente siglo, como los de Warisata y Sorata el año 2003, que desembocaron en la “Guerra del Gas”.
Hubiese sido interesante, para tener el panorama más completo y aunque sea sólo como información de contexto, incluir alguna referencia al comportamiento de la prensa en la etapa inmediatamente posterior a la Revolución del 52, ya con la Reforma Agraria en proceso, aunque claro, no hubo en ese período alzamiento indígena notable, que fue el objeto central de esta investigación.
La conclusión reitero, queda muy clara: existen nítidas expresiones racistas y de discriminación en la mayor parte de los textos analizados. Algunas son tan desembozadas como las siguientes: “Los indios son seres inferiores, su eliminación no es un delito; tienen insuficiencia de masa cerebral; es un ser pre – político, en estado de naturaleza; respetable por su número pero ridículo y despreciable por su condición, refractario, pervertido; ha de convertirse de bestia a hombre; tendrían que recibir una menudita y saludable lluvia de plomo derretido que no dejara indio con cabeza; se necesita una guillotina que funcione durante el día, salvaría al país; las insurgencias indígenas son anomalías históricas; rebaño feroz e inconsciente la de estos desgraciados; hay que higienizarlos; si la municipalidad envenena y arroja a los perros al rio, podría hacerlo también con los indios”.
Y a todo esto algunos llaman libertad de expresión y afirman que decirlo es un derecho que no puede ser regulado socialmente.
Las expresiones transcritas fueron efectivamente publicadas en la prensa boliviana, la misma que, cereza en la torta - y lo leemos también aquí- se autocalifica como “faro que en democracia evita los naufragios”.
Recuperemos algunas otras constataciones que el libro nos deja:
- Que indudablemente la prensa formó parte de una estructura de dominación fomentadora de la exclusión indígena y fue generadora de discursos en tal sentido.
- Que los textos analizados reflejan expresiones provenientes de la interpretación darwinista del origen de las especies, la misma que, trasladada a las composiciones y relaciones sociales, puede ser utilizada como justificación del predominio de unas razas sobre otras.
- Que, sobre tal precepto, se asienta una suerte de “colonialismo interno” donde los blancos se sitúan en el lado de los inofensivos, mientras que las hordas irracionales, los indios alzados, incapaces de construir proyectos propios, quedan obviamente al lado de los malos, merecedores de castigos.
- Que la tarea periodística de quienes escriben en los medios impresos no sólo deslegitima, desprestigia, minimiza o despoja de fondo histórico a los discursos indígenas y a sus necesidades, sino que en algunos casos llega a criminalizarlos, calificándolos como expresiones inmorales, instintivas, salvajes y violentas, movidas sólo por rencores acumulados y resentimientos enfervorizados por el alcohol y la coca.
- Que las movilizaciones indígenas no son interpretadas como protestas legítimas, como discursos ideológicos alternativos, sino como expresiones meramente viscerales o movidas por intereses de terceros.
- Que todo levantamiento indígena conlleva el peligro de trastocar el orden social y político vigente por lo que hay que desmantelarlo mediante variados recursos, entre ellos el desprestigio público.
- Que más allá de la recurrente estigmatización, en el mejor de los casos, la prensa asume paternalismos, conmiseraciones hacia el inferior, a quien recomienda civilizarlo, educarlo, para hacerlo más tolerable.
- Que brilló por su ausencia la consideración de la información y la opinión como bienes públicos, y, mucho más, el asumirlos como derechos ciudadanos, lo que se debió no sólo a la inexistencia de respaldo constitucional, sino porque nunca interesó ampliar esos derechos a la gente, pues supondría dejar de administrarlos por cuenta y beneficio propios.
Todo lo dicho queda bien sintetizado por el autor en la siguiente frase: “las rebeliones indígenas dejan entrever que hay fracturas estructurales de cuño étnico que recurrentemente desnuda a una sociedad, la boliviana, en una permanente y azarosa polarización. En rigor- sigue- hay un trauma colonial que no permite ver o reconocer al otro, en este caso específico, al indígena”.
Al haber actuado con mucha licencia y libertad, decimos nosotros, el complejo mediático parece haberse acostumbrado a que no exista ninguna regulación sobre los contenidos que difunde y así mantener espacios libres para sus visiones ideológicas y también para sus ventas, ya que, en el análisis del caso, nunca tendremos que separar una cosa de la otra. Si el racismo vende, y la violencia también, y el morbo discriminatorio de igual manera, pues bienvenidos sean y ante cualquier intento contrario a ello, a patear la mesa y a enarbolar banderas de los derechos humanos.
Aparte de todo lo expuesto, el libro también brinda muy valiosa información histórica de contexto que permite un levantamiento informativo de las condiciones políticas imperantes en cada uno de los momentos estudiados, las agenda públicas derivadas, posiciones intelectuales respecto a la educación, las alternativas ideológicas frente al tema indígena, la economía, las corrientes intelectuales en boga e incluye también numerosos aportes reflexivos y analíticos de gran parte de los intelectuales e investigadores que se ocuparon del tema en el país, incluso desde la literatura.
En total, se hizo la revisión de 26 periódicos: trece de La Paz, siete de Cochabamba, dos de Santa Cruz, dos de Oruro, uno de Chuquisaca y hasta uno de Chile. Como bien dice el prologuista, Huáscar Rodríguez, esto constituye una enorme riqueza de investigación hemerográfica.
Finalmente, hago referencia a una pregunta que se hace Rafael Bautista ¿es el racismo “libertad de expresión”? ¿puede despojarse de responsabilidad social? Reflexiona al respecto: “lo que define mi libertad es la responsabilidad; sin responsabilidad, mi libertad es pura inercia. Si sólo yo defino criterios de evaluación a mi propia conducta entonces es obvio que me voy a oponer a cualquier regulación que provenga del exterior, pues toda moral queda reducida a mi moral”.
Estos argumentos interpelan a la tan mentada auto- regulación que esgrimen los medios para controlar su actividad: ¿juzgarse a sí mismos con sus propios parámetros siendo que su labor es de dimensión y consecuencias públicas? Se construye así una ética particular, de gremio sectorial, sin conexión con una ética pública, a pesar de que la labor mediática sólo tiene sentido en el espacio público, en y para los demás.
De ahí que recuperar democráticamente a la comunicación como bien público es deber de todos.
Como sostiene Martín Barbero, la comunicación es el único escenario desde donde podrá recuperarse la dimensión simbólica de la política democrática en su capacidad de representar el vínculo entre los ciudadanos, el sentimiento de pertenencia a una comunidad y así evitar la erosión del orden colectivo
Los medios son actores políticos de gran importancia; al ser los principales recolectores de información de carácter público y vías importantes por donde se canalizan también las opiniones que ingresan al espacio público, les corresponde una labor desprendida de intereses personales y comprometida moralmente con la ciudadanía, Que esto es posible lograr incluso desde la empresa privada lo demuestran los medios que han alcanzado alta credibilidad ciudadana por la honestidad y seriedad con las que trabajan, sin por esto dejar de ser lucrativos.
La honestidad también vende, la credibilidad, el trabajo profesional y ético imparciales, pueden ser competitivos y rentables. El compromiso con los grandes valores y principios que necesita toda la sociedad para su vida en común, no tiene por qué estar reñido con la independencia del medio o con sus necesidades económicas de subsistencia.
Si detectados grandes males sociales, como lo son el racismo y la discriminación, el sistema jurídico quiere ayudar a su erradicación, absolutamente todos los actores sociales y políticos tendríamos que afiliarnos a tal causa; todos, sin excepción, pero incluso más aquellos que tienen marcada incidencia social como son los sistemas educativos, las iglesias y los medios de comunicación.
Etapas como la que estamos viviendo actualmente deben ser hitos, puntos de inflexión que nos ayuden a mirar hacia adelante con esperanza renovadora. Todas las instituciones incluyendo al gobierno, debemos asumir la necesidad de construir y asimilar la cultura democrática basada en respetos comunes a las diferencias culturales desde planos de igualdad política.
Quienes tenemos sensibilidad social, principios cristianos de amor al prójimo, ideales de una mejor convivencia democrática y anhelo por una comunicación de servicio, no podemos evitar una sensación amarga y triste después de leer un libro en que se ve con nitidez que el racismo y la exclusión están muy presentes en uno de los actores sociales y culturales más importantes de toda sociedad como son los medios de comunicación, en este caso, la prensa.
No por temor a las sanciones jurídicas, los medios tendrían que cambiar de actitud, sino por compromiso social, sin sentirse especialmente agredidos si, al igual que a todos, la ley penaliza los excesos.
Por todas estas informaciones y reflexiones que, reitero, llegan en un momento especialmente crítico en la historia política de nuestro país y en la de los medios de comunicación en particular, debemos agradecer y felicitar a Yury Tórrez y a sus colaboradores por la valiosa investigación realizada.
Cbba., 16-10-10
Referencias:
Martín Barbero Jesús, “Cambios en el tejido cultural y massmediación de la política”, In. Comunicación y Política, Ed. CEJA, Bogotá, Colombia, 2001.
Ospina William, Mestizaje e Interculturalismos, Ed. Sirena, Santa Cruz, 2006
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